15.7.08

Regalo de navidad





A mi gemela astral.

Nacieron en la misma semana bajo el signo de Aries.
Al haber pasado ya seis días sin tener noticia del nuevo miembro de la familia, Layla se pensó triunfadora; sin embargo, al notar la algarabía que provocaba cierto suceso desconocido hasta el momento, supo que era momento de actuar. A Caila no le gustó saber que alguien se le había adelantado y como acto de aparición se puso tan azul como una mora. Layla, quien hasta ese momento era flaca, decidió doblar su tamaño, dando inicio a una cadena de acontecimientos que las harían parecer una doble amenaza latente, disfrazada de ternura indefensa.
Desde esa edad, las diferencias fueron evidentes: si Layla carecía de cabello, Caila lo tenía en exceso, si Caila tenía cara de monito, Layla la tenía de muñeca. Entonces ¿por qué la gente al verlas, irremediablemente preguntaba: “¿son gemelas?”. Eso era algo desconcertante y extraño.
El efecto de su corrosión se desató cuando fueron admitidas al kinder. Inmediatamente se volvieron cómplices al robar los dulces de otros niños y esconderlos bajo las calcetas fingiendo una curación de una “delicada” operación. En el recreo, se sumergían en el bote de juguetes y tomaban uno al azar. Al encontrarse fuera se percataban, una vez más, que si Layla tenía un ring, Caila tenía un luchador en la mano. Esto era un simple “auto examen”, puesto que una vez que constataban el poder de su conexión, cogían dos bolsas, de esas que usaba la gente grande, y corrían a treparse en la barda que tanto les gustaba.
Sus madres debían preocuparse cada vez que desaparecían juntas: siempre jugaban al “doctor” escondidas en el clóset. Un día habían logrado que el pequeño hermano de Caila metiera la cabeza bajo el colchón, saltando inmediatamente sobre él para tratar de asfixiarlo, mordiéndose el labio inferior y esbozando una leve sonrisa, mirándose la una a la otra para llegar a un acuerdo de cuándo debían parar.
“Son un amor” decían todos al verlas en su batita de cuadros blancos y rojos, o cuando las veían bailar con sus trajes hawaianos, haciendo movimientos con absoluta seguridad, siempre pendientes de su postura de divas. En realidad sus padres también pensaban que eran adorables, pero sabían que en su mirada había algo insano, y a decir verdad, si algún día lo hubiesen confesado, les tenían miedo. Luchaban por obtener un triunfo con fanfarrias, reconocimiento público y premio, pero si éste no lo obtenía una, entonces se coludían y buscaban el acontecimiento que las llevara a ser heroínas a ambas.
Un día se encontraban en el “hoyo” como decía su abuela, aburridas de ver gente desnuda, gorda y antiestética invadiendo su panorama. “No me tardo” les dijo doña Marielena y desapareció en el Temazcal. Fue entonces cuando decidieron que el día necesitaba un poco de acción, y de nuevo, ahí estaba su hermano, como blanco perfecto, que inocente, jugaba junto a las tinas. Ellas no necesitaban hablar, así que el plan funcionó tal cual se había cocinado en sus mentes: mientras Caila saltaba al agua para jalar desde ahí a su hermano, Layla esperaba desde afuera. Dentro de la tina su primo abría los ojos e intentaba zafarse con desesperación. Unos segundos debían sonar en el cronómetro interno para dar comienzo el show. Layla gritó: “¡mi primo no sabe nadaaar!”, mientras Caila soltaba a su hermano y se sumergía al agua para empujarlo a la superficie. De inmediato Layla se arrodilló para tirar de él. La abuela moría de vergüenza cuando los presentes le reprochaban el haber dejado a sus nietos solos en un lugar tan peligroso, mientras Layla y Caila lo sostenían, una a cada lado del ahogado, recibiendo con aparente indiferencia toda adulación de la que se habían hecho merecedoras. Cuando el chiquillo quiso hablar del incidente, ellas intervinieron.
- Te caíste tonto, y nosotras te salvamos.
- Nos debes la vida.
Nadie pudo contrariarlas.

A partir de entonces comprendieron que valía más trabajar juntas que seguir compitiendo. Ahora eran socias, cómplices, un equipo. Sin embargo esto les traería dificultades al entrar a la preparatoria. Los compañeros las veían sentadas en una banca, sin hablar, haciendo alguna seña ocasional, tras la cual soltaban una simultánea carcajada, que desaparecía tras el semblante inexpresivo con el que se vestían para asistir a esos lugares. En las clases se desvivían por exponer, guiando sus elocuentes intervenciones hacia un contenido sexual que estallaba en risotadas y acababa con el orden.

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