6.4.09

GRACIAS POR VENIR A MI FIESTA

¡El regalito de tus 30 mi niño!

Nunca pensé que el aferrarme a algo tan simple como una fiesta “para salvar mi honor” pudiera acarrearme tantas vivencias tan desagradables. La vida estaba revelándome todo lo que había ignorado por pensar que el amor es rosa, por niña inexperta y caliente.

Esto no puede ser obra de la casualidad. Rápidamente mi mente maquila un posible complot contra mí, incluso, comienzo a buscar algún rastro de ese censor que debo portar para vigilarme en cada paso que doy, para observar cuando pienso en voz alta y echar a perder mis planes. Lo que realmente no comprendo es quién y en qué momento me lo pusieron. No sé por qué pero dudo de Gustavo. Bueno, sí sé por qué. ¡Pero claro que fué Gustavo! Pero entonces Cheto también lo sabía, y quizá hasta mis padres. Y mis suegros. Y mi tío El Chiricuto. ¡Pero que tonta fui! ¿Cómo no me dí cuenta antes? Y ellos, qué ojetes.

Todo comenzó el día en que planeaba ir al cine con Tavo. Me llamó un día a la papelería donde yo trabajaba, para decirme que lo disculpara, pero que tenía que esperar una llamada “muy importante” y que de su casa no podía moverse. Él, a sus 18 años, era un chavo alcohólico (claro que eso no lo noté a tiempo), que se la pasaba de fiesta en fiesta con primos y amigos. Cuando te lo encontrabas y le preguntabas: “¿qué has hecho?”, el muy cínico respondía: “beber”. Lo corrían de cualquier trabajo, y su mamá siempre le encontraba otro. Yo como su buena amiga le veía algo que lo hacía “lindo”. En esa ocasión le dije que no había problema, que yo podía ir a su casa y allí pasaríamos un buen rato juntos. Todas sus pláticas giraban en torno al inicio, duración, transcurso y desenlace de sus pedas, y para mí eso era algo muy cómico que había en él. En su casa siempre había alcohol, así que empezamos a beber. Por supuesto, la llamada nunca llegó, pero yo de eso ni me di cuenta, por que al igual que él, yo también comenzaba a descubrir las bondades de una briaga. Las horas pasaban. Él aprovechó mi estado para pedirme que lo acompañara a la azotea “para ver el amanecer”. Gustavo (de cariño le decían “Pollo”) era único por que había nacido en la misma fecha que yo. Aparte nunca alguien había tenido el detalle de mostrarme el amanecer, así que subí, y justo en el momento en el que el sol comenzaba a hacer su aparición, me dijo, mirándome a los ojos, que yo era como su hermana, y eso fue algo muy bonito, por que yo no tengo hermanos, sino puras hermanas. Pero fue en un momento, claritito que lo recuerdo, justo entre mis náuseas y los gritos de su madre amenazándolo con aventarle sus chanclas, en el que le dije que él era mi “gemelo astral” de ahora en adelante, y que debíamos sellar nuestra nueva “hermandad” con un beso: un beso sencillo, en la boca, por cada vez que nos encontráramos. Él estuvo de acuerdo y nos besamos. Después llegó hasta nosotros la chancla de su madre.

Un día mis cuates de la escuela organizaron una excursión a Teotihuacan. A mi no me dejaron ir sola, así que tuve que jalar con mi hermana la Mellos (que era igual de ebria que yo). Después de visitar las pirámides y tomarnos fotos, fuimos al campamento y cada quien armó su casa de campaña. Hubo quien sacó su guitarra y al lado de la fogata, comenzaron a rondar las botellas. Mi hermana estaba cada vez más “contenta” y nosotros también, por que nos íbamos acercando más a la casa de campaña. Por fin llegó el momento que esperábamos; ya no recuerdo con qué pretexto lo acompañé a la casa de campaña, el caso es que en el momento menos pensado estábamos envueltos en algo que era inevitable. Ya a punto de coger, en el momento en que ya no escuchábamos los cantos de sus primos, ni los gemidos que salían de la casa de junto, cuando una sensación extraña comenzaba a apoderarse de mí, se apareció la pinche Mellos. No puedo describir la fulminante mezcla de emociones que me llenaron. Quise correrla, luego sentí ganas de llorar, luego vergüenza, en fin, pensamientos y sensaciones pasaban como un torbellino por todo mi cuerpo. Cuando por fin pude hablar, ella levantaba mochilas y calzones. Le pregunté que qué quería, y me dijo que buscaba el papel de baño, pero que ya no lo necesitaba. Sin decir nada más, se acostó a un lado de nosotros. Empezaba a creer que no se había dado cuenta de lo que estábamos haciendo, cuando repentinamente dijo: “Ah, felicidades por el palo”. Yo no sabía qué decir. Quise golpearla pero podía acusarme con mis papás, así que no me atreví a hacerlo. Yo propuse aprovechar la somnolencia de la Mellos y continuar con lo inconcluso, pero Gustavo no reaccionaba. Súbitamente se vistió y salió de la casa de campaña. Yo corrí para alcanzarlo. Él bufaba del coraje. Discutimos toda la noche: él alegaba que lo que le sucedía era un atentado contra su virilidad, un golpe cuyas secuelas lo marcarían toda la vida, y todo por traer a la metiche de mi hermana. Ella tenía la culpa de hacerlo quedar ante mí como el “maricón”, por lo cual deseaba no volver a verme jamás. Yo medio me acuerdo que hasta me inqué para suplicarle que no me dejara. Reñimos y lloramos tanto, que dicen que cuando nos fueron a buscar, estábamos dormidos, tirados junto a un árbol y teníamos los surcos de las lágrimas en nuestra cara terregosa y tiznada. Por supuesto que me perdonó y entonces superó ese amargo episodio. Llegamos al punto en el que lo hacíamos en los baños públicos, restaurantes, parques, escuelas o cualquier lugar que implicara un reto.
Al llegar el mes de la primavera, sus papás nos invitaron a nadar a mis hermanas y a mí. El balneario estaba a reventar; parecía que del pasto brotaban escuincles que no dejaban de moverse, también había señores que, con chela en mano y sonrisa de orgullo, asoleaban su barriga colgante. No faltaba la señora que con la chichi de fuera, amamantaba a su hijo frente a todo el mundo, eso sí, sin perder la pose de maja a la orilla de la alberca. Sólo para completar el panorama, mi hermana tuvo la puntada de meterse a nadar con un fondo. La mamá de Tavo, alarmadísima, sugirió que mejor se comprara un “chor” como ella decía, pero mi hermana, muy quitada de la pena respondió que “así también nadaba su abuelita”. A mí me molestó bastante que le hicieran esa observación a mi hermana (en parte por que lo de mi abuelita era cierto) y comencé a pelear con El Pollo, le dije que si sus papás querían que mis hermanas se comportaran de otra forma, nos hubieran llevado a un lugar menos corriente. El caso es que como de costumbre, me fui alejando de donde estaban los demás y él caminaba tras de mi, tratando de contentarme. Ese día estuve a punto de terminar definitivamente con él, pero chillaba y me decía que yo era su diosa y que moría por hacerme suya de nuevo, en donde fuera, allí mismo. Como no me gustaba hacerme del rogar, lo hicimos en el estacionamiento.

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